domingo, mayo 21, 2006

Con el final editado ahora

Este cuento fue realizado con la ayuda de la gran, excelsa, nunca bien ponderada Penny lane. Un cuento en colaboración no es facil de hacer pero definitivamente fue muy placentero escribirlo con ella. No es un cuento normal, ni nosotros lo somos asi que espero que disfruten lo que logramos.

Ese era un domingo normal, oscuro y melancólico. Y así como era domingo, también era mayo.
El era un hombre, a lo sumo un muchacho grande, pero hacia mucho que había dejado de ser niño. Y de a ratos, lo extrañaba.
Aquella era una ventana gris, por la cual el hombre observaba el impacto de las gotas contra el vidrio.
Una ciudad: un hombre mirando a las personas pasar. Era una calle vacía, llena de gente. Era una ciudad interminable. Gotas que caían continuamente.
Era un bar: en donde el humo del café se desvanecía sin importancia en una mesa, la mesa de esa persona que veía a la gente pasar. Su cabello desordenado, un traje que alguna vez había sido bueno. Un paquete de cigarrillos bajo el saco, y una extraña sensación de abandono en su cabeza.
Media hora más tarde se alejaba el hombre por la avenida, caminando mientras la lluvia se deslizaba en todo su cuerpo. Observando señoras quejándose, niños jugando y paraguas multicolores paró un taxi, y aunque en realidad nunca pensó hacerlo, fue lo primero que indicó su mano al cruzar la calle.
Por fin llega a su casa, nadie puede entender como alguien puede llamar hogar a ese pequeño y frío lugar, pero para él era su refugio. Nadie podía quebrantar la tranquilidad de su santuario, y aunque alguna vez Hugo hubiese deseado compartir su morada con alguien nunca lo logró. Su morada era un fiel reflejo de si mismo, oscura, fría, sin luz. Lentamente se arrastra a su cama desarreglada, pasando por la cocina en donde se ven los platos sucios del día anterior, pocos, para una sola persona. Finalmente alcanza su cama y duerme, abrazando su almohada, lo único que tiene posibilidad de acariciar.
Pasaron dos horas y diecisiete minutos desde que miró el reloj por última vez antes de dormirse, y su sueño...no fue profundo. Estaba preocupado, hacía años que todos los casos eran básicamente iguales, viejas solteronas que se quejaban acerca de su desdicha. Su trabajo era fácil, hacía como si escuchase y les daba pequeños consejos para que sean felices, mejor dicho para que no vuelvan a molestarlo. Estaba incómodo, desde hace un par de días sentía una extraña sensación, como si estuviese siendo observado.
Pero lo que más preocupado lo tenía no era precisamente su rutina, su aburrida rutina, sino una paciente en especial. Ojos negros, al igual que su cabello, y una extraña mancha debajo del ojo izquierdo. Lo suyo no era preocupación, precisamente, esto era algo fuera de lo común, algo que lo hacía interesarse por su trabajo como hacía catorce años que no ocurría.
Ella había estado sentada sobre el sillón de terciopelo rojo, viejo, que crujía ante cualquier movimiento. Pero parecía no importarle tal chirrido, pues se balanceaba sobre él con la mirada clavada en un punto inexistente, abrazando sus rodillas. Él le había hecho una pregunta, y ella no daba a entender que estaba dispuesta a contestarla. O al menos su interés no parecía estar centrado en facilitar la información que él le pedía con ahínco. Pasaron veinte segundos, y su reacción no cambiaba. Se hicieron treinta y cinco, y finalmente se convirtieron en cincuenta: momento en el cual se quedó paralizada, con la mirada inquieta. Abrió la boca como para hablar, pero la cerró con la misma intención. Hizo un ademán con las manos, y en seguida volvió a tomarse las rodillas, para seguir con su vaivén.
Él había suspirado, como solía hacer cuando las personas no eran concretas, y no contestaban a sus fáciles preguntas, y cuando estuvo a punto de decirle que no se preocupara, que ya llegarían a tal punto, ella lo miró, con miedo, y casi sin respirar contó detalladamente: “Cuando tengo un alfajor, primero muerdo los costaditos, ¿vio? Como para dejar el centro. Si es muy grande me cuesta más, por ejemplo de esos que tienen tres pisos. Pero básicamente mi táctica consiste en rodearlo, para disfrutar la parte de adentro un poquito más, ¿vio? Si son duros o bien crujientes mejor todavía, pero como le dije, tienen que ser chiquitos: bajitos aunque sea. Y esos grandes y blanditos mucho no me gustan. Pero es así, mire: lo agarro, le como los costaditos, y después el centro”.
Siendo que su pregunta había sido qué podía ella contarle acerca de su vida, la respuesta había sonado como en una caja vacía. Como con eco pero seca, con miedo pero con seguridad, tan tonta como sincera, y tan fuera de contexto como la ropa que traía puesta.
Hugo la miraba, desconcertado, era una pregunta sencilla o al menos eso suponía él, pero ella no respondía nada coherente. Cuando Hugo preguntaba eso, la gente respondía siempre lo mismo, quizás con algunas diferencias pero la esencia era siempre la misma. Un río de palabras, indetenibles, calcadas en las que hablaban de sus padres, de sus parejas, de toda la gente que los hacia infelices. No iban a él para que les arreglara su vida, no había nada que arreglar. No por que estuviesen bien sino por que no tenían vida, solo existían. No había pasión en sus vidas mas allá de la ira por los impuestos, las risas por los chistes escuchados mil veces y las parejas que duraban una hora.
Hasta ahora el trabajo de Hugo había sido sencillo, consejos superficiales para personas superficiales. No es que Hugo fuese un mal terapeuta sino que hace mucho tiempo se había dado cuenta que no lo escuchaban, no querían mejorarse, sino deshogarse. ÉL era otra pareja que duraba una hora, lo único que no lo usaban para lo mismo que a las otras parejas de una hora. En un principio trato de ayudarlas, de ser un buen terapeuta pero después de un tiempo se canso de ayudar a gente que no quería ser ayudada, de salvar a gente que negaba que se estaba hundiendo, y poco a poco, billete a billete, el fue hundiéndose también.
Hugo se había acostumbrado a la uniformidad, en aspecto, en discursos, en opiniones, en síntomas. Palabras vacías para personas vacías y ahora esta chica, esta chica con la mancha abajo de su ojo. Aún con lo absurdo de su discurso podía sentir que esa simple declaración, breve, concisa, contenía una verdad que nunca escucho en ninguno de sus otros pacientes.
No sabia que decirle, por un lado lo que decía era absurdo, no era normal pero por el otro lado era totalmente sincera. Su táctica para comer alfajores era algo profundamente personal, original pero ¿que relación tenia con ella?, ¿Por que fue lo primero que exclamo? ¿Lo único que exclamo?
Lentamente, los segundos fueron pasando, en silencio.
Un silencio incomodo se apodero de todo el lugar, una barrera entre los dos.
Los segundos se fueron apilando, agrupándose, amontonados, formando minutos, haciendo más grande la distancia entre los dos.
Hugo la miraba, y ella lo miraba a él, en silencio mientras se balanceaba en ese sillón rojo, desvencijado.
En medio del silencio penetrante las campanas empezaron a sonar.
-''es el fin de la hora, la seguimos en la próxima sesión''.
Hugo la miro con tristeza, sabía que ella que podía llegar a ayudarlo a pesar de ser tan extraña. Podía rescatarlo de ese vacío en el que había caído hace tanto tiempo ya.
Ella salió del consultorio rumbo a la plaza, solitariamente esquivando los troncos de los árboles y los charcos de agua. Poco a poco sentía como el sol iba poniéndose más y más fuerte.
Trato de ir por la sombra pero parecía como si el sol la siguiera, y cada vez era más fuerte.
-''Micaela, salí del suelo, no ves que te ensucias''
-''Pero Mama, estoy jugando''
-'' Te dije que salieras del suelo y soltes eso''
Hugo y Andrea no lo saben pero que la Mama de Micaela no tuviese un lavarropas les salvo de la lupa asesina de Micaela pero desafortunadamente el afán de limpieza de la Mama de Micaela le impidió conocer la historia de Hugo y Andrea.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Interesante